De repente abrió la puerta de mi habitación, y deslizándose entre
la oscuridad de la noche entró en mi cama. Mientras me hacía la dormida notaba
cada parte de su cuerpo adentrándose en mis sábanas. Cada vez más cerca y más
cerca. Su mano tímida rozó mi espalda y recorrió cada una de mis vertebras en
busca de mi cuello. Yo, impaciente por saber su siguiente movimiento, me dejaba
llevar. Acariciaba mi cuello lentamente y mi piel se estremecía. Me giré, quería
saber que haría su me viera frente a él. Sin pensárselo dos veces me besó, y
suavemente se lo devolví. Instantáneamente agarró mi cuerpo y se acercó a mí. En
los siguientes minutos sus manos tocaron mi cuerpo y las mías el suyo. En pocos
segundos nos fundimos en el mejor sexo que una mujer pudiera desear. Las
estrellas muertas de envidia nos vigilaban a través de la ventana y la luna
asombrada se escondía detrás de una de las cortinas. Aquella noche no aullaron
ni los lobos, el silencio esperaba ansioso alguno de nuestros gemidos e
impaciente el viento se colaba entre nuestras sábanas.
Esa noche, la noche en la que los búhos dormían.
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