Calor, calor electrizante era lo que me proporcionaban sus
besos por todo mi cuerpo. Sudor, sudor ardiente recorría cada rincón de nuestra
piel. Sus manos, sus manos impacientes y mis piernas inquietas. Sus labios, sus
labios impacientes en mi ombligo jugaban. Cada segundo de cada minuto de esa
noche que pase con él, la única noche, envuelta en vapor. Sus dedos, sus dedos
jugando con mis senos. La pasión que en ese momento allí se respiraba. Yo,
dudosa sin saber cómo iba a acabar ese derroche de amor, deslizaba mis
peligrosas manos cuello abajo por su cuerpo. Los dos inquietos como
adolescentes buscándonos entre las sábanas que poco a poco abandonaban nuestra
cama. Aquella noche, esa remota noche en la que ni los osos dormían, me declaro
su amor que duraría tan solo un interminable segundo. Sus labios, sus labios
buscaban los míos más allá del horizonte
de mi ombligo. Los míos buscaban la bandera que se izaba más allá del suyo. Tan
lento y pasional era ese amor que ni mil bombas separarían lo que nuestro sudor
había juntado. NI mil batallas, ni mil ejércitos separarían lo que nuestro sexo
había unido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario